En De ltimas horas, el hombre que lee, que escucha m sica (Bach, Jan ček, Palestrina...) o que escribe poemas como quien escribe un diario (para "verificar la/ diferencia entre/ cuerpo y cad ver") no cesa de recordarnos, adentr ndose en la vejez, que la fr gil imaginaci n es su patria verdadera, el hilo entre su lengua y su materia. Ese hombre (jud o y cubano por m s se as) sabe adem s, como Roman Opalka o Paul Celan, que la muerte es el centro, el omphalos y el crematorio brutal de cada biograf a. Por eso en este libro, a la manera de esas "m quinas de suspensi n" de las que habla Morton, los poemas de Jos Kozer registran, a menudo con una belleza abrasadora, no solo el conjunto de ritos y mitos cotidianos que lo acompa an, sino toda una constelaci n de mutaciones, soledades y accidentes dispuestos, textualmente, entre la proximidad y la lejan a, entre la existencia y la extinci n. De ah que de ellos no escapen los destellos entre las palabra "bosque" y "abedul", el fulgor de la muerte entre las palabras "mantequilla" y "matavaca", ni la rueca del cuerpo y su conf n, su ensomatosis.
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