El castillo estaba en la cumbre del cerro; y, aunque en lo exterior parec a semiarruinado, se dec a que en lo interior ten a a n muy elegante y c moda vivienda, si bien poco espaciosa. Nadie se atrev a a vivir all , sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refer a. Hac a siglos que hab a vivido en l un tirano cruel, el poderoso Hechicero. Con sus malas artes hab a logrado prolongar su vida mucho m s all del t rmino que suele conceder la naturaleza a los seres humanos. Se aseguraba algo m s singular todav a. Se aseguraba que el Hechicero no hab a muerto, sino que s lo hab a cambiado la condici n de su vida, de paladina y clara que era antes, en tenebrosa, oculta y apenas o rara vez perceptible. Pero ay de quien acertaba a verle vagando por la selva, o repentinamente descubr a su rostro, iluminado por un rayo de luna, o, sin verle, o a su canto all a lo lejos, en el silencio de la noche A quien tal cosa ocurr a, ora se le desconcertaba el juicio, ora sol an sobrevenirle otras mil tr gicas desventuras. As es que, en veinte o treinta leguas a la redonda, era frase hecha el afirmar que hab a visto u o do al Hechicero todo el que andaba melanc lico y desmedrado, toda muchacha ojerosa, distra da y triste, todo el que mor a temprano y todo el que se daba o buscaba la muerte. Con tan perversa fama, que persist a y se dilataba, en poca en que eran los hombres m s cr dulos que hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de l reinaban soledad y desierto. A su espalda estaba la serran a, con hondos valles, retorcidas ca adas y angostos desfiladeros, y con varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo parec a estar como en avanzada.
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